jueves, junio 29, 2006

Notas de Campo 1: Güero sobre una tolva en Tarapoto

Jueves 25 de Mayo de 2006
7:51pm

Feliz cumpleaños, Alex. Aunque no estoy por allá contigo, pretendo que vivas conmigo tu nuevo año con muchas sonrisas.

He aquí mis primeras notas de campo. Tarapoto es una ciudad multicolor en el medio de la selva. De las casas de barro oscuras y marrones de nuestra añorada Taca, los invito a recorrer conmigo una ciudad plagada de celestes con violeta, rojos fortísimos al lado de azules eléctricos, polos vanguardistas y eclécticos en los cuerpos de las señoras más rollizas de la región y por debajo, una falda setentera de mil pliegues de colores: es como si un niño hubiera estado jugando con los matices de la pantalla del televisor y hubiera dejado todos los colores patas arriba.
Los simpáticos ciudadanos de la zona han desarrollado la virtud de combinarlo todo. La plaza es celeste, pero tiene un monumento incomprensiblemente rosado, y claro, bancas verdes y rejas blancas. Los personajes de este piso ecológico visten con sonrisa pelada además, no he visto gente tan feliz caminando por la calle como acá. No te saludan con un “buenas” sumiso y aterrado como en las calles de Huamanga, sino con un desfachatado “¡hola pe’ qué tal!”. Son dos mundos diferentes en un solo país. ¿Somos los mismos? ¿Qué es esto, entonces, que tanto llamamos identidad, que llamamos nación, qué compartimos en la práctica realmente si nuestros códigos para socializar son completamente antagónicos en la sierra y en la selva?

Ollanta está en todas partes, y sus mitines llegaron hasta Lamas hace unos días. Sin embargo, se sorprenderán de lo lejos que está Ollanta de estas sonrisas. Nuestro país ha crecido mucho, ha madurado y no piensa retroceder con la violencia ni con el odio. Como siempre, adelanto mis juicios antes de compartir los hechos. Piano, piano. Al principio, entonces.

Así como nos cacheteó el frío en 3 grados centígrados en la piel y nuestros labios se curtieron cuando pisamos la tierra huamanguina, esta vez un gran sauna tropical nos despeinó en el aeropuerto de Tarapoto, la ciudad de las palmeras, y nos zambulló en sus 28 ardientes grados centígrados. Éramos los mismos 5 compañeros de la primera odisea, solo que ahora con mucho menos ropa encima y con más experiencia debajo. Un gracioso chofer nos llevó hasta la Patarashca, un hotel muy rústico donde se alojan muchos turistas, 3 loros que se llaman Pepe, una pareja de labradores amantes que aprovechan TODAS las noches para entregarse a sus instintos animales y un majás (aún no conozco el verdadero nombre de este singular animal cerdo-roedor), animal del cual pude probar la carne a las pocas horas en el restaurante de a lado. Frente a la calle, hay un conjunto de lugares donde vive la diversión, la cerveza, la noche y parece que también la degeneración: la hemos llamado una suerte de “Calle de las Pizzas selvática”.
A la mañana siguiente, comenzó la travesía. 7 de la mañana y cada uno partió hacia su poblado. Preguntando, preguntando, debíamos hallar el carro que, en mi caso, debía llevarme a San Roque de Cumbaza, un poblado menor en el distrito de Lamas. Tarapoto es una ciudad poblada por motos y motocarros. Ellos son el ejemplo de la individualidad y la diversidad. No hay dos iguales pero al estirar la mano para llamarlas todas (a)parecen las mismas. Sus tolditos, sus llantas, sus letreros, sus gorras: todo los caracterizan. Los letreros en las calles son de motos; los seguros que se promocionan versan sobre accidentes en moto; la Curazao no vende refrigeradores sino motos; y los comerciales de cerveza no tienen chicas, tienen motos. La cultura de la moto en Tarapoto está muy arraigada, son pocos los automóviles que recorren la zona. El motocarrista que me llevó al paradero me preguntó mi nombre: “Eres mi tooooocayo, di? Yo soy Jose Luuuis también”. Nunca mi nombre había sonado tan musical. Creo hoy más que nunca que las letras de nuestro alfabeto tienen sonidos y acentos escondidos en las lenguas de las personas más simpáticas del mundo. Jose Luuuuis me prometió recogerme todas las mañanas del hotel a las 6am. Hasta ahora no lo he vuelto a ver. Quiero creer que olvidó el dato del hotel o que he confundido esta amabilidad en un sórdido deseo de verme identificado en el Otro.

El “carro de San Roque”, señores, es realmente una camioneta con tolva donde llevan plátanos, naranjas, animales, machetes, comerciantes, a los profesores de los colegios próximos, y ahora a mí. Se sorprenderían de lo rutinario de estas movilidades, el chofer es siempre el mismo y los pasajeros, también. Una señora me comentó que ella viaja a San Roque hace meses y nunca había visto a alguien nuevo en la tolva. Tanto así que mi llegada a la bendita tolva les resultó muy peculiar y casi ni encontré sitio para pararme. “¿Usted no es de Tarapoto, diga?”, me dijo una señora mientras acariciaba a su perro. “Es lindo, ¿diga? Yo no puedo vivir lejos de Tarapoto”. Terminar las frases con el “diga” o con el “di” es una convención lingüística de toda la zona, y es un poco perturbador pues es casi un pedido obligatorio para responder.

La tolva es el lugar más incómodo en el que he viajado en mi vida. Si no estás siendo pisado por las chancletas de algún campesino reilón, estás siendo atacado por la leña en el pantalón o por balones de gas que caen encima de tus pies, o lamido por los animales más extraños o golpeado sin piedad por algún fierro feroz cuando el chofer sortea las piedras; si tienes suerte, puedes sentarte en un madero de un extremo de la tolva, pero debo decir que he tenido poca suerte. Si eres joven y todos tus compañeros superan los 40 años, es casi una obligación tácita el tener que cargar la fruta y la leña y los balones de gas de todos los pasajeros en cada parada. Así que, como siempre somos los mismos, ya saben a quién me refiero. Los sacos de naranjas pueden llegar a ser muy dañinos para la columna, creánme.

A las 6:20am parte la camioneta con aproximadamente 12 personas y nos insertamos en la selva. Es un camino de piedra y tierra, un río que por todos los ángulos suena diferente, puentes de poca madera y una vista hermosa. Es como la vista de Ayacucho o la de Cajamarca, centenares de colinas y un cielo despejado imponente; solo que esta vez las colinas están despeinadas, enruladas, crespas, pelirrojas, agringadas, pobladas de árboles, palmeras, aves… no me creerán donde estuve hasta que estén aquí conmigo. San Roque de Cumbaza está a 40 minutos de Tarapoto. Los 40 minutos más incómodos por los que paso diariamente. Pasando San Antonio de Cumbaza, San Pedro de Cumbaza y San Luis de Cumbaza, llegas a San Roque de Cumbaza. Zona donde vivieron por años los Chancas, terribles combatientes enemigos de los Incas, que resistieron en la selva alta de nuestro país casi 100 años la ocupación de los españoles. Finalmente, Pizarro logra conquistarlos (y exterminarlos) por el año 1650 en su insaciable búsqueda por encontrar el paraíso de riquezas que llamaban El Dorado. Como nunca lo encontraron, su Gobernación tuteló a dichas zonas y les puso nombres de santos admirados por el conquistador. Son poblados menores, paradisíacos todos, con ríos hermosos donde nunca falta el agua, con alumbrado público y desagüe que les llevó el Chino (al cual adoran y extrañan) y con gente hermosa y muy hospitalaria.

El primer día que llegué a San Roque tuve que hacerlo en un carro particular ya que no sabía la hora en la que salía nuestra amada tolva. El señor me ofreció un precio especial y me llevó a mí solito. En el camino, los ronderos pararon nuestro vehículo, preguntaron quién era yo (¿qué contestarían a esa pregunta tan existencial a un hombre con un machete en la mano y un fusil en la espalda?) Les pagamos 2 soles y seguimos nuestro camino, dejando atrás el letrero que decía: “Ayuda a los ronderos a seguir ayudándote”. El chofer me contaba que por esa zona hubo mucho terrorismo, y ahora los ronderos se habían encargado de eliminar la delincuencia con mucho éxito. En el camino a San Roque, hay muchas casas típicas de nuestra selva, como pequeños bohíos de techos de palmera, y algunas muy bien adornadas donde viven cantidad de franceses que años atrás llegaron a la zona en colonia. Un francés acompaña la tolva todas las mañanas. Mi “Je m’apelle José Luis” de mi único ciclo en la Alianza Francesa no fue suficiente para comunicarme con él; su acento selvático, sin embargo, es lo más peculiar de mi viaje.

No les contaré aún del colegio porque quiero que vivan estas imágenes con calma, quiero que entiendan que la pobreza y la valentía viven en espacios y escenarios totalmente disímiles, pero no por ello debe escondernos su pobreza. Un puente colosal, de un verde limón atroz, cruza el río donde los niños y los adultos se bañan en ropa interior. Sí traje ropa interior pero no ropa de año: hubiera sido refrescante para mi cuerpo y para mi espíritu sumergirme en esas aguas. Quizás lo haga.

La gente vive entre los árboles y las aves miles. Si alzas muchísimo la mirada y concentras tus sentidos en el medio ambiente, puedes sentir realmente que estás en mitad de los pulmones del mundo. La mata de árboles y de vegetación es tan abundante y virgen que desde donde estoy no puedo ver nada que no sea verde. Todos los pobladores se dedican a la caza o a labores agrícolas. Hay plátanos por todas partes, naranjas, coconas, y muchos machetes en las manos de la gente más sonriente.

Al frente del colegio, una señora muy humilde llamada Anita prepara desayunos y almuerzos para los profesores. Víctor, una suerte de Serapio para mí hasta ahora, enseña Educación para el Trabajo en el colegio. “¿Haaaaaablo lindíiiiisimo, diga? Yo no me avergüeeeeenzo de mi entooooooonación, diga. Es liiindo, usted se merece el respeeeeto del mundo, pero nadie habla como el de la seeeeelva, diga”. Y es verdad, nadie habla como el de la selva, sobre todo porque lo que tiene que decir viene acompañado de fondo musical, es casi como ser el personaje de una película de cine que siempre se acompaña por la música más divertida. Víctor deja un par de monedas en la mesa de la señora Anita, obtiene un machete y me abraza: “Vamos a coooomer fruta”. Me veo de pronto en la chacrita de la señora Anita donde un terreno inmenso de parras de uvas, naranjales, platanales y demás frutas flotan en el cielo de los árboles, luminosas todas, mostrando lo que mi padre siempre dice que es un regalo de la naturaleza que viene con su propia envoltura: la fruta. Corta un par de naranjas, las pela con mucha fuerza y me las arroja como si fueran pelotas de béisbol. ¡Come! Es lo que hago, son deliciosas, pero más delicioso es el momento. Único. Víctor me dice “tíralo al piiiiso nomás, todo es biodegradaaaable. En San Roque no hay baaaasura, todo se lo come la tieeeerra”. Me arroja un par de plátanos, y luego dos naranjas más. Me empieza a pasar las uvas como si fueran canicas mal infladas, y no tengo cara para decirle que estoy repleto. Me pasa el machete y me dice: ‘Saque las de arriba, profesor. Las de arriba son las más dulces.” Me río. No es posible confundir al Güero sociólogo que es real y cada día más valiente con el Güero Indiana Jones que es muy poco real. No sé por dónde empezar. “Ponga el pie ahí, profesor. Sáquelas, pe’”. No sé cómo hago. Trepo medio metro y el profesor seguía riendo. Insiste en que siga para arriba. Los zancudos me nublan la vista, los perros se divierten con mi hazaña y me ladran, las gallinas que pronto estarán en la sopa de la señora Anita me miran sorprendidas, me ensucio de la manera más melosa y casi resbalo cuando aparté la mano de una enorme punta de madera que casi me corta la piel. Ustedes me conocen, ¿se imaginan esa situación? Trepado en un árbol de mil formas y mil bolas amarillas, trepando ante la insistencia amable de este singular personaje. Estiraba la mano para agarrar aquella dulce recompensa que quería Víctor. Un zancudo logró picarme en el brazo y una hinchazón roja y caliente ha crecido en él durante todo el día como prueba. La velocidad y la adrenalina del momento consiguió de mí un par de naranjas dulces y mucho sudor. Caí al piso y Víctor se ríe. Come una y me pasa la otra: son dulces, no hay duda. Para él son dos frutas de un árbol que ha conocido toda su vida. Para mí, son dos minutos de una sensación que no había conocido en toda la mía.Es un viaje diferente, amigos. Está lleno de personas que se meten adentrito de tus sentimientos. Ellos también están observándome a mí. En la Selva, existe una mirada muy profunda. Mañana las escribo sobre el colegio. Voy a descansar y avanzar el trabajo que me lleva por acá.
Un abrazo y beso para todos.Mañana es mi cumpleaños, ojalá Tarapoto sea amable con mis 26.