jueves, junio 29, 2006

Notas de Campo 1: Güero y Serapio en Ayacucho

Jueves 11 de mayo de 2006
10:26am

Estimados amigos, familia y pequeña:
Este es el primer registro anecdótico que puedo hacerles llegar de mi Viaje a Ayacucho, un viaje por el que aposté hace varias semanas y que ha tocado varias fibras de mi corazón sociológico y varias otras del netamente humano. Lamento la tardanza, por estas zonas no llega la señal de ningún celular (por lo que esa propaganda del Globo aerostático de Claro viajando por las punas es una real patraña), y recién caigo en la sorpresa de que en Taca, donde me hospedo en estos momentos, hay Internet (aunque no baños; la globalización se respira, no?). Pero... bueno, piano piano. Vamos al principio de la travesía, el viaje de la semilla como decía Gabo.La demora del avión en el aeropuerto nos sirvió a los 6 viajeros para conocernos realmente, contarnos nuestras historias, nuestros trabajos, reír un poco y darnos fuerzas. Alvaro y Laura son sociólogos; Sonia y Oliver, antropólogos; y Sandra, nuestra supervisora, psicóloga social. De todo un poco, algo así como la Comunidad del Anillo de un Tolkien más moderno y más descarado, una comunidad que pronto se separaría pero que se reuniría con éxito en Lima al cabo de una semana. Cuando la modesta avioneta de LS Busre de 12 pasajeros logró atravesar la neblina de Lima y atravesó los Andes para dejarnos a los 6 viajeros en el aeropuerto de Huamanga, nos cacheteó el frío y tuvimos que abrigarnos con todo lo que pudimos. Logramos descansar unas horas en el Hostal San Francisco para luego darles el encuentro en la Plaza de Huamanga (inmensa, monumental) a los que estaban contratados para ser nuestros guías pero que terminaron siendo unos leales amigos. Nos esperaban dos chicas y tres chicos, más o menos de nuestra edad, y cada uno se presentó para reconocer así a su pareja de viaje: Mauro, el más locuaz del grupo; Serapio, el más reservado; y Fabricio, el más inocente. Así, al menos, fueron las apariencias.
Me acerqué a Serapio, me presenté, y no obtuve de respuesta más que una mano, ni siquiera un “hola” ni una sonrisa. Serapio escondía las manos en la casaca, permanecía altanero, con lentes oscuros y un chullo cosmopolita donde aparecía la imagen de Mickey Mouse. Al instante, me proyecté caminando en la madrugada en algún lejano paraje ayacuchano con nada más que el silencio como compañía o quizás abandonado a mi suerte. Nada más alejado de la realidad… las apariencias (nuestras prenociones, sociólogos) son siempre nuestras terribles enemigas.
Averiguamos las rutas por las que debíamos llegar a nuestros destinos, compramos algunos víveres en un mini-market llamado “Wong” pero donde la Atención al Cliente no era precisamente su lema, y nos dispusimos a partir a la aventura. Serapio llegó a esbozar algunas palabras: “A las 5pm nos encontramos aquí” y se dio media vuelta: “qué alivio”, pensé. Al menos, me cercioraba así de que podríamos comunicarnos. Alvaro y yo almorzamos en una quinta antigua muy bonita, donde una mesera que odiaba su trabajo (y creo que también a nosotros) nos sirvió unas exquisitas pastas con carne. Claro, ya sé lo que dirán, ¿por qué comer pasta en Ayacucho? Teníamos delante de nosotros un viaje de 10 horas; aunque la trucha se veía atractiva, quisimos asegurar nuestra salud. A las 5pm estuvimos, tal como previó Serapio, en el terminal terrestre. Las manos dentro de la casaca y los lentes oscuros nos esperaban junto a Mauro. Subimos el equipaje al lado de nuestros asientos y tuvimos que esperar cerca de 1 hora a que subieran el cargamento de equipaje, encomiendas, animales y vegetales que el susodicho Bus debía cargar. Sí, leyeron bien, animales. 2 ovejas y 1 burrito fueron instalados en zona VIP en la cima del cargamento y resguardados (o asfixiados, diría yo) por una gentil red. El bus llevaría a Alvaro y a Mauro, su guía, hasta Tiquihua, un poblado del distrito de Huaya, a unas 8 horas de Huamanga. De ahí, Serapio y yo continuaríamos el viaje hasta Taca, un poblado del distrito de Canaria, 2 horas más de camino, donde esperaríamos el siguiente bus.
Cuando el bus empezó a andar, me dispuse contarle mi vida a Serapio: Vamos! Quizás estaría varado con él en lugares desconocidos, sin poder sentirme reconocido por nadie… alguien tenía que escucharme. Axyz, la universidad, mi pasado jurídico, los grises paisajes de Lima, mi familia, la pequeña, la Sociología, el básket, Apéndice, Themis, no sé… creo que no dejé nada a su imaginación. De pronto, luego de 1 hora de haber expuesto mi prontuario, ocurrió lo imprevisible, lo inesperado: Serapio empezó a hablar. Inspirado quizás por la velocidad, Serapio contó lo inimaginable, compartió conmigo su vida y el Ayacucho que tenía dentro. Creo que ni un guía contratado hubiera podido compartir conmigo una historia como esa. Serapio me contó sobre su vida, su niñez en Vilcashuamán, su huida a Huamanga cuando los terrucos empezaron a asesinar a sus vecinos; la crianza de gallos de pelea de la que es un fanático, su experiencia como instalador técnico de conexiones de Internet, sus estudios de Ingeniería Agrícola que cursaba en el 7mo ciclo en la universidad de Huamanga, su apego por las investigaciones sociales, sus labores como apicultor cuando recolectaba la miel ahuyentando a las abejas de sus panales con el olor de las heses de los burros; el amor que le tiene a su hijo (a su chibolo), al cual tuvo cuando era adolescente (es padre soltero); sus trabajos como algodonero en las pampas de su suegro; sus viajes por Ayacucho, los monstruos a los que los niños odian, los Jarjachas, los Pistachos, los Condenados, los Cerros que hablan, las princesas incaicas que protegen la zona, los animales que penan en la oscuridad de la puna… vaya… Serapio dice que esos son mitos, pero que él prefiere no caminar en la noche por los cerros solito, solo “por si acaso”, dice ¿No es increíble como el mito y la realidad pueden convivir en un mismo lugar?
Serapio tiene que esconder sus ojos de la gente con esos lentes oscuros no por vanidad ni por parquedad, sino porque la luz irrita mucho sus ojos. Nació con una carnosidad que lo enceguece de a pocos y tiene que cuidarse (algo así como tú, Bruno). Esconde sus manos en la casaca porque de niño tuvo un accidente con agua hirviendo y la piel de sus manos está destrozada, llena de llagas, y “no me gusta espantar a la gente”. Creo que lo más increíble fue su narración de un accidente al que había sobrevivido. No era un BusCamión, era un Molina, una empresa conocida. El bus donde él viajaba chocó a plena mañana con un Bus Molina, y este ultimo se desbarrancó. Serapio, sin pensarlo dos veces, bajó para salvar a los heridos, rogaba a la gente de su Bus para que lo ayudara pero nadie lo hacía. Serapio encontró a un bebé de apenas 4-5 meses de nacido en los brazos de su madre ya fallecida, el niño estaba moradito del frío, Serapio lo salvó y lo subió al Bus. La gente solo miraba, indiferente, asustada. Serapio volvió a bajar, esta vez, encontró a una madre con su niño en brazos. “Ayúdeme”, decía la mamita. Serapio quería salvar al niño, siquiera. Lo cargó en sus brazos y cuando puso su mano en la cabecita del niño, encontró que era un mosaico de huesitos su cráneo, lo dejó en el piso. Su bus empezó a arrancar para irse, y ante la disyuntiva de su vida, dejó a la mamita en el frío de la puna, y tuvo que subirse al bus antes que él corriera la misma suerte.
Les cuento esto no para asustarlos, sino para todo lo contrario, para que sientan lo que yo sentí en ese momento: Serapio tiene 27 años y es instalador, investigador, algodonero, apicultor, criador de gallos de pelea, papá soltero, aventurero, ha salvado vidas y también ha dejado morir otras… alguien puede tener una vida más plena y diversa que esa? Serapio es como un héroe anónimo, tiene tanta vida que a veces me sentía un niñito a su lado. Este domingo sacrificará a su mejor gallo de pelea, lo descuartizará y desplumará con sus propias manos (con harta pena, dice) y le hará el mejor Caldo de Gallo que se puede saborear a su madre, quien vive con él. “Es su día pues”, dice. Yo aquí tan lejos de mi mamá, sin poder sacrificar a mi mejor gallo para darle por su día. No importa, madre, creo que tus hijos somos tus mejores gallos, y nos sacrificamos nosotros solo para darte lo mejor. A las 4am llegamos a Taca, un lugar oscuro, donde el alumbrado público no estaba funcionando en esos días. Caminamos en la oscuridad total hasta donde debía haber un hospedaje. Se imaginan ese escenario? Las 4am en Ayacucho es un suicidio climático, por las justas podía dar un paso, menos trepar una escalanada como la que Serapio me obligó a trepar, y para colmo sin poder usar la linterna (“si usas linterna, les haces recordar el tiempo del terrorismo, así llegaban ellos, con linternas, porque no conocían el lugar”, dijo Serapio). Llegamos a un gentil hospedaje donde Don Juan (no precisamente un donjuan) y su hija, “la Gringa” nos dieron café y pan (debo decir que la Gringa no tenía nada que la asemejara a una gringa, pero con el tiempo, conocerán el porque de su apelativo.
Me quedo aquí en mi narración, debo ir al colegio y observar un par de clases de Matemáticas. La Gringa y Don Juan son muy buenos, indiferentes pero buenos. Ya les contaré lo que pasó en Raccaya el Martes y cómo regresé a Taca. Esa es otra historia, y prefiero armarme de valor otra vez para contarla. Estoy bien, contento, asustado, extrañándolos mucho. A todos. Espero que puedan contestarme, si puedo los leo. Mañana les vuelvo a escribir.
Un beso para todosGüero